viernes, 28 de mayo de 2010

El paganismo en los epitalamios de la Soledad primera y Bodas de sangre

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En diciembre de 1927 un grupo de ilustres figuras literarias desfilaba hacia Sevilla. La comitiva estaba conformada, entre otros, por Rafael Alberti, Gerardo Diego, Jorge Guillén, Dámaso Alonso y Federico García Lorca. Se cumplían trescientos años de la muerte de Luis de Góngora y el objetivo era presidir una serie de actos en su honor. Debido a este homenaje el destacado grupo de poetas sería conocido luego como la Generación del 27.

Federico García Lorca era sin duda uno de los principales promotores del triunfal regreso de Góngora, cuya obra había estado hasta entonces relegada al olvido. Lorca estaba totalmente inmerso en la obra del poeta del XVII, pero sobre todo, se sentía vitalmente atraído por las Soledades. Ian Gibson, su biógrafo, nos ofrece dos anécdotas que lo prueban. La primera tuvo lugar en los eventos de aquel diciembre del 27. Allí, García Lorca recitó algunos fragmentos de la Soledad primera. Lo hizo con tanta pasión que la audiencia, emocionada, interrumpió con sus aplausos la recitación en numerosas ocasiones. La segunda ocurrió en Granda. Federico invitó a Dámaso Alonso al restaurante El Sevilla. Allí, pidió un platillo llamado “la soledad primera”. El mesero, confabulado con Lorca y en realidad dueño del lugar, empezó a recitar al momento los primeros versos del poema gongorino. Alonso, quien había pensado que la dichosa “soledad primera” era un platillo típico de Granada, naturalmente se llevó una agradable sorpresa.[1] En suma, Lorca sentía una afinidad palpable y vital por la obra poética de Luis de Góngora, a quien no leía superficialmente. Él, entre otros de su generación, había dado con el sentido profundo de la obra del cordobés.

En este trabajo me gustaría ocuparme de la relación entre García Lorca y Luis de Góngora. No pretendo señalar la influencia literaria del uno sobre el otro, aspecto más que evidente y que salta a la vista con la lectura de muchos de los poemas lorquianos. Pretendo más bien reflexionar sobre un solo aspecto concerniente a esta influencia que me parece importante: el paganismo. Federico nos adentra en muchas de sus obras a un mundo maravilloso, mítico; a un universo que palpita en ese sueño prolongado que es el Romancero gitano, en las romerías de Yerma, en el bosque terrible de Bodas de sangre, etcétera. ¿De qué manera se vincula todo esto con la poesía gongorina? He tomado un pasaje significativo de cada autor para intentar esclarecer esta unión: de Góngora, el epitalamio de la Soledad primera, y de García Lorca, el epitalamio de Bodas de sangre.

El canto nupcial de Góngora va de los versos 767 al 844 de la primera Soledad y es entonado por unas “zagalejas cándidas” y unos “garzones”, quienes conforman dos coros. Dicho canto celebra la unión de los novios en el poema, la cual es efectuada por el mismo Himeneo (deidad griega del matrimonio) y a quien se invoca en el estribillo “Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo”. La cancioncilla de Bodas de sangre aparece en el cuadro primero del Acto segundo y es entonada tanto por algunos de los personajes centrales, como lo son la Novia, Leonardo y la Criada, por otros que sólo se definen como Muchacha 1ª, Mozo 1º, etcétera y también por un coro al que Lorca llama simplemente Voces.

En ambos cantos entramos en un mundo distinto, en una realidad alterna, en un ambiente báquico en donde el mito juega un papel preponderante. ¿Por qué se genera este ambiente? Destaco las siguientes razones. En primer lugar tenemos los estribillos, “Ven Himeneo, ven; ven, Himeneo” y “Despierte la novia/la mañana de la boda”, los cuales nos suenan como una invocación. Cuando leemos estos dos epitalamios la sensación de que nos encontramos ante una suerte de ritual mágico es inevitable. Hay que mencionar además el hecho de que sean coros los que intervengan en ambos, a la usanza de la antigua tragedia griega. Ahora bien, en ambos epitalamios hay numerosas menciones de fuerzas naturales, en este caso, relacionadas directamente con la fertilidad. Los dos himnos están plagados tanto con imágenes florales o vegetales, como astrales. Góngora llama al vello del novio en su poema: “flores de su primavera” (v. 771); habla de la corona de la novia hecha de “claveles de abril, rubíes tempranos” (v. 786). En Bodas de sangre se dice de la Novia: “Que despierte/ con el ramo verde/ del laurel florido”, y de su compañero: “El novio/ parece la flor del oro”. Los dos himnos también aluden a la luna y a las estrellas. Éstas aparecen como deidades generadoras y reguladoras de los ritmos de la naturaleza, de la vida. En el canto gongorino la luna aparece como Lucina, a quien se le ruega por la fertilidad de la recién casada y por una bien distribuida prole entre mujeres y hombres. A las estrellas se les pide una “progenie tan robusta, que su mano toros dome, y de un rubio mar de espigas inunde liberal la tierra dura” (vv. 821-823). En el canto nupcial de Bodas de sangre también están presentes los astros. La Criada canta: “¡Ay, pastora,/ que la luna asoma!”; las Voces por su parte le dicen a la Novia: “(¡Al salir de tu casa/para la iglesia,/ acuérdate que sales/ como una estrella!)”.[2]

Con todo lo anterior no quiero sino apuntar el mundo prelógico del cual nos hacen partícipes estos autores, un mundo en el que la Naturaleza se le presenta al hombre como un conglomerado de fuerzas que lo cercan y lo sobrepasan. García Lorca sabe bien cómo se mueve la poesía Góngora en este rubro y asevera que sus metáforas son “la unión de dos mundos antagónicos que se unen […] por medio de un salto ecuestre que da el mito”.[3]

El paganismo en ambos fragmentos es latente. El pasaje de las Soledades es único dentro del panorama general de la silva. Indica Robert Jammes: “el poema que, hasta aquí había conservado una relación de verosimilitud con la España de principios del siglo XVII, parece apartarse de repente de esa realidad y evadirse momentáneamente hacia el mundo de la antigüedad greco-latina”.[4] En este canto de las Soledades la mitología irrumpe descarnadamente, no como un mero artilugio retórico, sino como un claro reflejo de la Antigüedad. En los 78 versos, Jammes, en su trabajo antes citado, refiere que hay 19 alusiones mitológicas, entre otras, las de Himeneo, Cupido, Psiques, Ceres, Minerva, Níobe, Júpiter, Aracne, etcétera. Para García Lorca, Góngora representaba en muchos sentidos el paganismo auténtico. Él mismo dice: “Góngora huye en su obra característica y definitiva de la tradición caballeresca y de lo medieval para buscar, no superficialmente, como Garcilaso, sino de una manera profunda, la gloriosa y vieja tradición latina”.[5]

Ésa es precisamente la fuerza gongorina a la que Lorca da paso en su poesía; es ése uno de los aspectos de Góngora que Federico retoma con más vigor en el siglo XX. Su poesía, como gran parte de la poesía moderna, busca un mundo de intuiciones, un mundo primitivo que se parezca a un sueño. En este bosque intrincado de imágenes que son las Soledades, Lorca ve a un poeta que se acerca sobre todo a la prerracionalidad, al mundo mítico. El poeta cordobés sin embargo no va más allá, no hubiera podido quizá en el siglo XVII, de la mitología cifrada donde cada fuerza natural se inserta con un nombre propio en una teogonía. El poeta de Bodas de sangre en cambio, se traslada a un estado anterior del hombre en el que las fuerzas naturales todavía no están codificadas, es decir, llega a un universo primigenio de impulsos elementales.

Me gustaría intentar explicar el paganismo de ambos autores, al menos desde un punto de vista. García Lorca está consciente de que el regreso al mundo mítico no implica una burda imitación de la Antigüedad o un ejercicio de reconstrucción arqueológica meramente académico. Él está convencido que tampoco lo es el de Góngora. Nombra, con todo lo que ello implica, “Tragedia en tres actos y siete cuadros” a Bodas de sangre y a Yerma, por mencionar otra obra, “Poema trágico en tres actos y seis cuadros”. La tragedia de Bodas de sangre no está presentada en un escenario lejano, no está en Atenas, sino que como casi todo su universo poético, la obra cobra aliento en el mismo pueblo andaluz. Para Federico este es un pueblo en donde la esencia dionisiaca del mundo greco-latino pervive, por ejemplo en la corrida de toros. Andalucía se abría ante Federico como un mundo en donde la vieja sensibilidad mediterránea permanecía intacta.[6] Jammes afirma que en el epitalamio, aun cuando irrumpe de lleno en el paganismo, “la realidad está más que nunca presente”.[7] Es aquí donde podemos encontrar una vinculación más íntima entre ambos autores. Góngora es originario de Córdoba, una de esas tres ciudades, además de Sevilla y Granada, a las que Lorca celebra en su Romancero gitano con los nombres de San Rafael, San Gabriel y San Miguel, respectivamente. Si García Lorca pudo percibir en pleno siglo XX este mundo prelógico de Andalucía de manera plenamente consciente, no habría razón para pensar que Góngora hubiera escapado a esta percepción.

Al hablar de las elaboraciones verbales del poeta barroco, García Lorca asevera que “en Andalucía la imagen popular llega a extremos de finura y sensibilidad maravillosas, y las transformaciones son completamente gongorinas”. Cita dos ejemplos: “buey de agua” para nombrar a un cauce profundo y “lengua de río” para hablar de los bordes de un caudal. Para él estas “son dos imágenes hechas por el pueblo y que responden a una manera de ver ya muy de cerca de don Luis de Góngora”.[8] También Robert Jammes alude a la culta, por decirlo de alguna manera, construcción verbal de los campesinos que intervienen en el epitalamio de la Soledad primera: “nos pueden parecer inverosímiles […] las doctísimas estrofas que cantan estos aldeanos; pero si recordamos que, en la realidad, estos mismos campesinos ignorantes se reunían en la iglesia de su aldea para cantar en latín, en griego y en hebreo […] empezaremos a comprender que la ficción gongorina no es tan absurda”.[9]

Federico, cuando habla de los últimos años de don Luis en Córdoba, dice que “desde su balcón verá el poeta desfilar morenos jinetes sobre potros de largas colas, gitanas llenas de corales que bajan a lavar al Guadalquivir medio dormido”.[10] Estas imágenes son tan parecidas a las del Romancero gitano y dejan en claro que Lorca se siente vinculado íntimamente hacia Góngora. Ambos han vivido en la Andalucía que impregna, de distintas formas, su obra poética. Para García Lorca, Góngora no es un poeta que se aleja, ni siquiera en su poema más elaborado, del ambiente popular de Andalucía. Para él incluso los tropos abundantes y elaborados de las Soledades no distan demasiado del habla de los campesinos andaluces; para Jammes, como vimos, tampoco.

Federico busca crear una poesía auténtica y tiene unos intereses determinados. Él lee, estudia y selecciona, por decirlo de alguna manera, aquellos rasgos de la obra de Góngora que considera apropiados para su propia exploración poética. Tiene unos objetivos poéticos que consisten básicamente en la construcción de un universo en el que reinen los impulsos básicos del hombre. Anhela una poesía, como muchos de sus contemporáneos, que proceda por intuición. Por tanto, al momento de rescatar a Góngora, se interesa sobre todo en la construcción mítica que don Luis elabora y que es palpable en el epitalamio de la Soledad primera, fragmento extraordinario dentro de dicho poema. Lorca no se queda en una mitología cifrada, como lo es la greco-latina, sino que busca el momento anterior en el que esas fuerzas naturales se presentan desnudas de todo sistema. Este estado prelógico halla su escenario predilecto en las tierras andaluzas, las mismas tierras de Góngora. Es ahí donde Federico siente una conexión plena con el cordobés.

Quizá pocos hayan entendido de una manera tan magnífica a don Luis de Góngora como lo hizo Federico García Lorca. “A Góngora no hay que leerlo: hay que amarlo” dice el poeta.[11] La fuerza poética gongorina, su dominio de la imagen, la erección de un universo alterno, son en gran medida base de la poesía que comienza a desarrollarse en el siglo XX. No en balde Lorca lo llama el “padre de la lírica moderna”[12]. Sin la labor de García Lorca y sus compañeros de la Generación del 27 quizá no tendríamos hoy a Góngora en nuestras manos; sin don Luis irradiando su luz a través de los siglos, la obra de Federico quizá no sería tan grandiosa como la conocemos. Es una peculiar simbiosis que necesariamente se suscita cuando dos grandes poetas se encuentran a través de los años en un espacio mítico, de ensueño.

BIBLIOGRAFÍA

GARCÍA LORCA, Federico, Bodas de sangre, 16ª edición, edición de Allen Josephs y

Juan Caballero, Madrid, Cátedra, 2002, 167 pp. (Letras Hispánicas, 231).

__________, “La imagen poética de don Luis de Góngora” en Obras completas, tomo III,

recopilación, cronología, bibliografía y notas de Arturo del Hoyo, México, Aguilar, 1991, 1267 pp. (Grandes clásicos) pp. 223-247.

GIBSON, Ian, Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca, 1898-1936, traducción

de…, Barcelona, Plaza y Janés, 1998, 672 pp.

GÓNGORA, Luis de, Soledades, I, edición, introducción y notas de Robert Jammes,

Madrid, Castalia, 2001, 420 pp. (Biblioteca Clásica Castalia, 19).

JAMMES, Robert, “Introducción” en Soledades, I, edición, introducción y notas de…,

Madrid, Castalia, 2001, 420 pp. (Biblioteca Clásica Castalia, 19) pp. 7-157.

JOSEPHS, Allen y Juan Caballero, “Introducción” en Bodas de sangre, edición de…, 16ª

edición, Madrid, Cátedra, 2002, 167 pp. (Letras Hispánicas, 231) pp. 11-80.


[1] Véase Ian GIBSON, Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca, 1898-1936, Barcelona, Plaza y Janés, 1998, pp. 241-248.

[2] La Luna de García Lorca, como es bien sabido, además de tener influencia sobre la vida también la tiene sobre la muerte. Aunque esta cualidad de la Luna lorquiana aquí no nos interesa, no está de más tomar en cuenta que las alusiones a los cuerpos celestes en el epitalamio son, en gran medida, presagios de la tragedia que habrá de ocurrir después.

[3] Federico García Lorca, “La imagen poética de don Luis de Góngora”, en Obras completas, tomo III, México, Aguilar, 1991, p. 230.

[4] Robert Jammes, “Introducción”, en Soledades, I, Madrid, Castalia, 2001, p. 139, n. 126.

[5] Federico García Lorca, op. cit., p. 226.

[6] Véase Allen Josephs y Juan Caballero, “Introducción” en Bodas de sangre, Madrid, Cátedra, 1985, pp. 11-80.

[7] Robert Jammes, op. cit., p. 139.

[8] Federico García Lorca, op. cit., p. 224.

[9] Robert Jammes, op. cit., p. 139, n. 126.

[10] Federico García Lorca, op. cit., p. 246.

[11] Ibid., p. 238.

[12] Ibid., p. 227.

lunes, 24 de mayo de 2010

Un poema sin título…

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Un pequeño dios ha dormido

cubierto por estas sábanas,

cubierto por este lienzo.

Ha posado su cabeza

sobre estas almohadas,

sobre este lecho.

Quisiera que nadie jamás volviese

a profanar aquello que él ha tocado

para que su perfume intenso y su silueta hermosa permanecieran

por los siglos de los siglos presentes.

Anoche su aliento fue para mi alma

un soplo de vida eterna,

una mano firme sobre el barro.

Anoche su rostro apacible fue para mis ojos

arcilla y agua,

calvario y salvación.

Quisiera que este dios volviese

a convertir el agua en vino y a multiplicar los panes

para que el milagro que ha realizado sobre este pecador permaneciera

por los siglos de los siglos presente.

Un pequeño dios,

joven como el tiempo,

vital como el fuego,

hermoso como una poesía.

Su piel es la tierra santa,

sus manos son dos pesados racimos de uvas,

su voz es el rugido de las mil bestias,

sus ojos son dos manantiales en el desierto.

Ha detenido la mano que me apedreaba,

me ha librado de mis enemigos,

ha hecho que volviese a caminar,

ha expulsado los demonios de mi cuerpo,

me ha resucitado de entre los muertos.

Porque no era digno siquiera

de que entrase en mi habitación

y una sola noche a su lado

bastó para sanarme.

lunes, 19 de abril de 2010

Neutra, protofeminista y enamorada de Lisi: sor Juana y la ruptura del orden obligatorio de sexo/género/deseo

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Una parte de la obra de sor Juana, quizá la más leída y celebrada, es marcadamente íntima. A diferencia de otros poetas de su tiempo, poco escribió que no estuviera ligado a muy concretas circunstancias, ya fueran ajenas o propias. Por un lado, muchos de sus versos constituyen una suerte de epistolario: cantan los cumpleaños de sus mecenas, la publicación de un libro de astronomía, la graduación de algún doctorando o la muerte del monarca. Por otro, se acercan también a una sincera confesión: declaran la osadía de tomar el estado conventual (que no ha de ser sino vitalicio), las travesía en busca del conocimiento, la condición de hija natural o las convulsas reacciones a los elogios en el extranjero. A esta poesía de la que hablo (compilada por Méndez Plancarte bajo el acertado título de Lírica personal), habría que agregar la elocuente Respuesta a Sor Filotea en la prosa y los parlamentos autobiográficos en el teatro. Ni cíclopes, ni peregrinos. La sor Juana de carne y hueso se cuela decididamente por todas partes.

Todo lo anterior no fuera de mayor interés si quien escribiera fuera un ser común y corriente. Pero no. Poco o nada hace falta que destaque la extraordinaria, misteriosa y cautivante personalidad de la monja. De hecho fue el estrafalario carácter de su vida el que la salvó del total olvido y desdén en los siglos XVIII y XIX, tan reticentes al barroco. Porque aunque los volúmenes de sus obras durante esos años se empolvaron, siempre hubo quien tuviera una que otra noticia (falsa o verdadera, lo mismo da) de la peculiar monja mexicana. Se habló, por ejemplo, de su precoz inteligencia, de sus cuatro mil libros o de su infortunado idilio con un caballero de la corte.

Ante semejante panorama, quienes ahora se ocupan o se han ocupado de sor Juana difícilmente pueden evadir las abruptas y riesgosas veredas de la biografía. Y para no desentonar, este trabajo se ocupa de un aspecto que atañe tanto a la vida como a la obra de la poetisa. Dicho aspecto, debo decir, ha sido y es (aunque ya no debiera) escabroso. Se trata de la ruptura que sor Juana, la mujer y la poetisa, significa respecto del orden de sexo/género/deseo. Tal afirmación puede sustentarse si nos detenemos un poco en tres de los problemas que los estudios sobre la monja siempre han afrontado: la neutralidad que asume frente a su sexo biológico, su protofeminismo innegable y su tan discutido enamoramiento de la condesa de Paredes, llamada poéticamente de varias maneras.

¿De qué hablo cuándo me refiero a la matriz sexo/género/deseo?[1] El sexo es biológico: se nace macho o hembra. El género es un conjunto de atributos variables y contextuales que, por ser macho o hembra, a cada individuo le corresponden: se deviene en hombre o en mujer. Finalmente, el deseo es el resultado de la combinación de las anteriores: se asume una heterosexualidad obligatoria. En general las sociedades occidentales, no se diga la novohispana del siglo XVII, han construido un modelo que orilla al individuo a ser coherente, es decir, a seguir una línea unívoca que pase, sin desviación alguna, por las tres categorías.[2] Obviamente no se puede esperar que todos y cada uno de los sujetos de una sociedad sigan al pie de la letra tan rígida consecución: muchos había que eran “discontinuos”. Creo que Sor Juana era uno de éstos. Ahora veamos por qué digo lo que digo.

¿Qué se esperaba de una mujer novohispana del siglo XVII? Es una pregunta complicada. Sin embargo podemos asegurar que fuera lo que fuese no coincidía del todo con las aspiraciones vitales de nuestra poetisa. La más alta entre estas aspiraciones era, sin duda, el conocimiento. Pero el saber era de exclusivo dominio masculino; de las mujeres más bien se esperaba que fuesen “tontas”.[3] Este obstáculo, nada insignificante, vaya que le dio a Sor Juana, desde muy temprano, dolores de cabeza. No quiero citar aquí las conocidísimas anécdotas de la Respuesta a Sor Filotea o las incluidas en la biografía de Calleja. Recuérdese tan sólo aquélla de la Respuesta… en la que Sor Juana nos narra los ruegos que hizo a su madre para que la vistiera de hombre con el fin de asistir a la Universidad en México.

Dice Antonio Alatorre sobre este punto: “Sor Juana tuvo el sueño de ser hombre. Sólo que, en este sueño, hombre no significaba individuo del sexo masculino, sino individuo del género homo sapiens”.[4] Es cierto. Juana Inés renegó del único puente que para ir del sexo al género se le ofrecía y decidió cruzar el río a nado. Un simple travestismo no iba a ser suficiente para acceder al tan anhelado conocimiento. El sexo biológico era definitivamente un problema y algo había que hacer al respecto. Y si no podía ser hombre, entonces tampoco iba a ser mujer. Así que optó por neutralizar simbólicamente su cuerpo por medio de la toma de hábitos. En un romance dice a un caballero del Perú, que le ha pedido que se torne varón:

sólo sé que aquí me vine [al convento]

porque, si es que soy mujer,

ninguno lo verifique. (48; 94-96)[5]

Le dice también, unos versos después:

y sólo sé que mi cuerpo,

sin que a uno u otro se incline,

es neutro, o abstracto, cuanto

sólo el alma deposite. (48; 105-108)

En la Respuesta… afirma la Décima Musa que si ingresó al convento fue porque “aunque conocía que tenía el estado cosas […] muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación” (las cursivas son mías).[6] Nótese que al clausurar su sexualidad, sor Juana queda, a pesar de todo, en una postura más cómoda desde la cual puede cumplir su objetivo de conocer. Y por otro lado, se desentiende del matrimonio, estado al que muy sintomáticamente le tiene “total negación”. Dentro de éste hubiera debido cumplir, entre otras cosas, con la función esencial que su sociedad le asignaba a la mujer: procrear (con todo lo que ello implica).

Aunque neutralizar su sexo fue necesario, tan sólo la eximía de nimios estorbos. Era neutra, no hombre. Y a sus superiores masculinos nunca les gustó (o les gustó sólo cuando convenía) que fuera una neutra tan provista de noticias. Por eso en el convento prosiguió por aquel espinoso camino del saber, a través del cual tuvo que abrirse paso a zarpazos. Con las exigencias genéricas que a las de su sexo se imponían la poetisa no estuvo nunca de acuerdo. Defendió siempre la idea, y con ello también a sí misma, de la igualdad del hombre y la mujer en tanto al entendimiento. Dice de la Duquesa de Aveyro:

claro honor de las mujeres,

de los hombres docto ultraje,

que probáis que no es el sexo

de la inteligencia parte. (37; 29-32)[7]

Y no sólo aseveró (y ella misma demostró) la idéntica capacidad de los sexos para conocer. También abogó por el derecho a las mujeres para emplear bien dicha capacidad. La Respuesta a sor Filotea, sobra decir, es una contundente muestra de ello.[8] Para resumir la transgresión que esta mujer supone para el estatuto del género en su tiempo, intercalo aquí unas acertadas palabras de Alatorre: “[sor Juana es] la pionera indiscutible (por lo menos en el mundo hispanohablante) del movimiento moderno de liberación femenina”.[9]

Hasta aquí hemos hablado del sexo y del género. Queda el deseo. Creo que a estas alturas, sería poco inteligente negar el particular afecto que la monja sintió hacia la virreina María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes, marquesa de la Laguna, etcétera. De hecho, para decirlo sin rodeos, cito otra vez a Alatorre: “Yo no creo que sea descabellado ni dogmático decir que sor Juana ignoró el amor humano mientras vivía en ‘el siglo’; lo conoció cuando vivía en el claustro […] Será por esto, será por lo otro, pero sor Juana estaba enamorada de María Luisa”.[10] ¿Y cómo no iba a estarlo, siendo Lisi quien era? Esta Fénix americana sí tuvo par y fue su querida virreina. De esta relación son evidencia latente los versos amorosos de la jerónima. ¿Que hay un aparato retórico de amistades platónicas y relaciones señor-vasallo que los justifica? Sí ¿Que se valen de los tópicos petrarquistas para hablar de meras convenciones poéticas? Puede ser. Pero no podemos reducir la poesía amorosa de sor Juana a un catálogo de bonitos ejemplos de la retórica de su tiempo. Tal reducción nos obliga a desentendernos de la sinceridad que a ésta subyace. Y tal postura, creo yo, sería errónea. Sor Juana estuvo muy consciente de las emociones que la asaltaron a lo largo de sus años al lado de María Luisa. Los sentimientos que experimentó, colados por el implacable tamiz de su intelecto, los vertió en sus composiciones.

Tampoco se puede aseverar (sería anacrónico) que existió entre las mujeres una relación propiamente lésbica. Pero, si leemos los poemas a detalle, el deseo erótico (sublimado y a veces no tanto) de la monja para la virreina es difícil de ignorar.[11] Dicho deseo rompe con la heterosexualidad obligatoria que exige la inquebrantable línea de sexo/género/deseo. Y no es una ruptura como la que puede representar el amor entre dos hombres. Es un erotismo que además cuestiona el esquema falocéntrico. ¿Que una mujer necesita un hombre para todo en la vida, incluso para amar? Sor Juana dirá a su modo: es mentira.

De los versos que hablan de la relación que existió entre ambas mujeres, algunos más acalorados que otros, podría ofrecerse una amplia muestra.[12] Incluyo aquí unos pocos. Por ejemplo, me parecen singularmente bellos los siguientes:

Ser mujer, ni estar ausente,

no es de amarte impedimento,

pues sabes tú que las almas

distancia ignoran y sexo. (19; 109-112)

Hay otros, como estos, más carnales y en términos mucho más sensitivos (las cursivas son mías):

y no yo, pobre de mí,

que ha tanto que no te veo,

que tengo, de tu carencia,

cuaresmados los deseos,

la voluntad traspasada,

ayuno el entendimiento,

mano sobre mano el gusto

y los ojos sin objeto. (27; 9-16)

Y si de poemas centrados en la carne hablamos, no hay más que hacer honorífica mención del romance 61 “Lámina sirva el cielo al retrato”. Es este el poema dedicado a Lísida más “subido de tono” que podemos encontrar en la poesía de sor Juana.

Mi intención no ha sido sino mostrar cómo, dentro de la matriz de sexo/género/deseo, la neutralización sexual de sor Juana, su protofeminismo y su enamoramiento de Lysi pueden verse, no aislados, sino como diferentes trasgresiones al mismo modelo. Aseverar una relación de tipo causal entre dichas transgresiones sería un error. Una no llevó a la otra. Se trata más bien de fenómenos complejos interrelacionados de formas múltiples. Desde una visión un tanto más crítica, sería también un error afirmar que sor Juana buscó inmiscuirse en el terreno de lo masculino. Habría que precisar un poco más. Lo que buscó fue adentrarse en lugares (ni masculinos ni femeninos) a los que su propia individualidad de ser humano excepcional la llamaba. Que los sujetos nacidos varones tuvieran reservados estos lugares, mediante diversos métodos, sólo para ellos mismos es otra cosa.


[1] Me fue de gran ayuda el ensayo de Judith BUTLER, “Sujetos de sexo/género/deseo”, en Feminismos literarios, pp. 25-76

[2] Por supuesto, el tema no es tan sencillo. Baste para nuestros fines, sin embargo, lo hasta aquí expuesto.

[3] Yo agregaría aquí que también se esperaba que las mujeres fuesen bellas. Pero a Sor Juana parece que no le costó satisfacer esta segunda exigencia.

[4] Antonio ALATORRE, “Sor Juana y los hombres”, en Debate Feminista, pp. 348

[5] Extraigo todos los versos que aquí cito del primer volumen de las Obras completas, en la edición de Antonio Alatorre. Entre paréntesis señalo primero el número de la composición y después de un punto y coma, el número de los versos.

[6] Respuesta a Sor Filotea, en Obras completas, IV. Comedias, sainetes y prosa, líneas 268-274.

[7] En su edición del primer tomo de las Obras completas, Plancarte consigna en las notas unos versos de Calderón muy similares. Pero hay una diferencia sustancial entre éstos y aquéllos. La cuarteta aquí citada la esgrime una mujer con su propia voz, no un hombre.

[8] No olvidemos las célebres redondillas “Hombres necios que  acusáis”, que aunque no versan sobre estos puntos, son una denuncia de la desventaja que tienen las mujeres en sus relaciones con los hombres.

[9] Antonio ALATORRE, op. cit., p. 338.

[10] Antonio ALATORRE, “María Luisa y Sor Juana”, en Periódico de Poesía, p. 25.

[11] Jamás podría asegurarse la consumación de tal deseo. La relación de la que hablamos fue plenamente casta.

[12] En su artículo arriba citado, “María Luis y sor Juana” da Alatorre numerosos ejemplos.

 

BIBLIOGRAFÍA

ALATORRE, Antonio, “Sor Juana y los hombres”, en Debate Feminista, Epiqueya, México, núm. 5, 1994, pp. 329-349; “María Luisa y sor Juana”, en Periódico de Poesía, UNAM-CONACULTA-INBA, México, núm. 2, 2001, pp. 8-37.

BUTLER, Judith, “Sujetos de sexo/género/deseo”, en Feminismos literarios, comp. de textos y bibliografía de Neus CARBONEL y Meri TORRAS, Arco/Libros, Madrid, 1999 (Biblioteca Philologica. Serie lecturas), pp. 25-76

CRUZ, sor Juana Inés de la, Obras completas, I. Lírica personal, ed. de Antonio Alatorre, FCE, México, 2009; Obras completas, I. Lírica personal, ed. de Alfonso Méndez Plancarte, FCE, México, 2004; Obras completas, IV. Comedias, sainetes y prosa, ed. de Alberto G. Salceda, FCE, México, 2004.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Matrimonio gay en el DF


Ya que se ha aprobado el matrimonio gay en el DF (y esperemos que aprobado continúe) y también la posibilidad de adopción para parejas homosexuales, muchos son los grupos que se han dejado escuchar: los legisladores albiazules, los colectivos LGBT, la Iglesia (que nunca falta), mis papás, tus papás, etcétera. Con todo el alboroto me han dado ganas, naturalmente, de escribir a mí también algo al respecto. Quise entretejer, como es costumbre, un texto muy académico pero no he podido por dos razones principalmente: a) porque no tengo libros en este momento para documentarme sobre el tema, y b) porque estoy, no lo puedo negar, un tanto eufórico por la aprobación del bodorrio y voy a dejar que desbocados mis dedos galopen por el teclado (qué poético).
¿Qué he pensado? Muchas cosas. En primera que no puede negarse bajo ninguna circunstancia al colectivo gay el derecho al matrimonio. No expongo detalladamente los motivos que tengo para emitir tal aseveración porque no es el objetivo de este escrito ni mucho menos. Ya hablaré de eso luego. Me parece que cualquier argumento en contra de la unión conyugal entre personas del mismo sexo, dentro del marco de un estado que se diga moderno y laico, resulta inconsistente. La posibilidad de matrimonio para los homosexuales (civil, claro está, nadie habla del religioso) debe existir.
Y ¡Dios nos ampare y nos acoja la virgen en su santo seno! No quisiera un segundo detenerme a hablar de los argumentos en contra esgrimidos por la Iglesia; mucho menos quisiera ponerme a rebatirlos. Por eso estamos cómo estamos. Y no sé quién queda peor, si nuestros píos prelados por decir barbaridades o los medios de comunicación por ir a pedirles su opinión. Yo en serio exhorto a la gente que llegara a leer esto, si fuera adepto a algún culto, a que abra bien los ojos y no caiga en las trampas de esos trasnochados mequetrefes tan curiosamente disfrazados. Las creencias religiosas son inherentes al ser humano; la curia que dizque regula el culto, y sobre todo la de este país, es un cáncer.
Aunado al tema del matrimonio va el de la adopción de las criaturas. Tampoco me detengo mucho tiempo en este rubro. Primero, porque aunque de una pareja heterosexual se trate, es más fácil ganarse la lotería que lograr que le den a uno un niño en adopción; y segundo, con la crisis, no creo que a alguien le queden ganas de cargar semejante responsabilidad, por lo pronto. No puedo dejar de decir, sin embargo, que es absurdo que se piense aún que puede ser perjudicial que una pareja de homosexuales críe un hijo: cada pareja es única y no hay razón para afirmar tal cosa de todas en general. Más tonto todavía es suponer que una pareja gay necesariamente cría un hijo al que también le “truene la reversa”: muchísimos homosexuales crecieron con sus dos padres heterosexuales que hasta a misa iban los domingos.
Se objeta que no se haya hecho una consulta ciudadana. A todo esto, ¿cuándo nos andan preguntando para aprobar sus cochinas leyes nuestros funcionarios? Digo, además, se supone que están allí porque ya nos representan ¿no? Además, soy de la opinión que la sociedad logra sus más grandes conquistas, antes que nada por una convulsión interna que deriva en una revolución, pero también por el impulso de las instituciones desde arriba para generar estos cambios.
Hay tantas muchas otras cosas que quisiera decir, pero concluyo por no hacer más insufrible mi jerigonza. Esto no es una heterosexualización del movimiento gay. Ojalá llegue el día en que la palabra homosexual y sus derivadas se nos borren de la memoria y no las pronuncien más nuestros labios. No nos queremos “normalizar” o jugar a “la mamá y al papá”: legal o ilegalmente, ya jugamos al “papá y al papá” y a “la mamá y a la mamá” porque así lo exigen nuestras circunstancias, afectivas y materiales. Naturalmente habrá hombres y mujeres gay que no quieran casarse, también los hay heterosexuales. Ese no es el asunto. Ahora toca que el resto de la sociedad nos reconozca y nos deje entrar tal cual somos a la dinámica de la comunidad; así mismo, ya es hora de que la ley sea más incluyente y garantice también la seguridad de las parejas homosexuales y sus familias. Ni somos poquitos y contribuimos cada día al desarrollo de esta sociedad (además de que también pagamos impuestos ¿verdad?). Yo espero que a la larga esta reforma legal genere cambios profundos y logre finalmente insertar a la comunidad de gays y lesbianas de lleno en nuestra sociedad. Y ni modo, Toronto se va a quedar con las ganas, ¡a casarnos en México!

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Efebo

Jaques Louis David, Patroclo, 1780
Tú, joven y hermoso Eros,
bendito entre las naciones,
príncipe de Troya,
Adonis de todos los reinos de la Tierra,
bello Hilas portador
de la armadura de los héroes,
a ti dirijo mis cánticos
y elevo todas mis plegarias,
ya que como de Jacinto o Ganímedes,
de ti los dioses se enamoran,
y como a Narciso,
mujeres, muchachos y bestias
ofrecen para ti su virginidad.

Tú eres la escultura absoluta del David.
El cabello de tu cabeza ungida en aceite
es el manto que reviste la noche,
tus ojos son las estrellas
que guían a los marinos en los mares,
tus labios son el exquisito manjar
de los reyes de Babilonia,
tu pecho es el Vesubio que sepultó a las ciudades
de Pompeya y Herculano,
tu vientre es el campo de batalla donde Alejandro
conquistó al Imperio Persa,
tu sexo es la rosa de los vientos
que marca el quinto punto cardinal,
y tus piernas de piedra son las columnas de Hércules
que flanquean el estrecho de Gibraltar.

Tú, último resquicio del Mundo Antiguo,
Hijo de las ninfas y de los dioses,
Príncipe de Troya,
el mundo ofrece a ti sus cánticos
y eleva todas sus plegarias,
y yo simple mortal,
no puedo ofrecerte más que mi alma.

Monterrey, Nuevo León, Octubre 2006

sábado, 30 de mayo de 2009

“¡O, quién fuera hombre y tanta parte alcanzara de ti…!” Homosexualidad en El Arte de amar y en La Celestina

La semejanza existente entre El arte de amar de Ovidio y La Celestina de Fernando de Rojas es evidente y a pesar de su distanciado tiempo de composición (1 d.C. y 1499, respetivamente) los planteamientos comunes a ambos son numerosos. Entre éstos puedo mencionar, por ejemplo, la idea del amor como cacería o como guerra, los papeles del hombre (activo) y la mujer (pasivo) en la conquista amatoria, el carácter ilegítimo de las relaciones descritas, entre otros.[1]
Sin embargo me interesa destacar en este trabajo el tratamiento de un tema en particular que se presenta, de una forma o de otra, en ambas obras: la homosexualidad. Es posible que este tema, por sí solo, no sea fundamental en la comprensión de las obras aquí estudiadas.[2] De cualquier modo resulta para mí sumamente interesante que tanto en LC como en El Arte, -cuyo tema medular es el amor y más concretamente el amor carnal y sus aspectos meramente sexuales- no se pasen completamente por alto las manifestaciones eróticas entre personas del mismo sexo. Precisamente por esta razón me he detenido a reflexionar sobre la homosexualidad en estos dos textos, ya que creo que esto puede dar luz sobre la concepción global de la sexualidad manejada por Ovidio en la Roma augústea y por Rojas en la España de los Reyes Católicos.
Comienzo por El Arte de amar. La obra es un texto del cual sobre todo llama mi atención su tono desenfadado y sus (en ese entonces) atrevidos consejos acerca de asuntos delicados como lo son las técnicas y posiciones del acto sexual, la liviandad de las mujeres, la infidelidad, etcétera.[3] En El Arte de amar hay dos pasajes en los que Ovidio habla explícitamente de las relaciones entre varones. En una primera ocasión es sólo para desaprobar el aliñamiento excesivo en los varones, el cual aprueba sólo para aquéllos que “varón apenas, que a varón persigue” (I, 524). Luego, por segunda vez, al momento de hablar sobre la obtención de placer por igual, tanto de hembra como de varón, en el acto sexual; Ovidio expresa su aborrecimiento por la relación carnal que es “coyunda que no satisface al uno y a la otra” (II, 682) y dice consecuentemente: “los amoríos con muchachos me atraen menos” (II, 683-684). Podría decirse entonces que en Ovidio es claro un cierto rechazo hacia las conductas homosexuales; empero, esta repelencia no tiene por argumento, sobre todo la expresada en el segundo pasaje, más que el gusto personal del poeta y existe sólo en función del placer mutuo de los amantes. Me atrevería a afirmar que dicha aversión no es absoluta ya que el narrador de El Arte afirma que los amoríos con otros hombres sólo le “atraen menos”. Es mi creencia que no hay propiamente una postura condenatoria del acto homosexual en Ovidio sino que la evasión de éste se presenta únicamente como un consejo más que puede o no acatarse.
La Celestina es una obra atípica en muchísimos sentidos pero es, al igual que El Arte, sumamente polémica e inusual para su época: retrata un lenguaje popular[4] y habla sin empacho de los más escabrosos aspectos de la sexualidad. La obra gira alrededor de los infortunios de Calisto y Melibea -una pareja de enamorados que verdaderamente parecen seguir al pie de la letra los consejos del poeta de Sulmona- acaecidos a causa de la traición, cometida por la ambición, de sus sirvientes y de la alcahueta Celestina.[5] El primer pasaje que hace mención de la homosexualidad es apenas una breve alusión al pecado de Sodoma: Sempronio, criado de Calisto, califica de “abominable uso” al trato que los sodomitas pretendían dar a los ángeles escondidos en la casa de Lot (I, 4ª, p. 222). El segundo es un tanto más notorio y se trata de una escena, a la que podríamos denominar “homoerótica”, entre Celestina y una prostituta, Areúsa. Celestina al verla recostada sobre la cama le dice ser “una enamorada tuya, aunque vieja” (VII, 2ª, p. 371), “Déxame mirarte toda a mi voluntad, que me huelgo” y “¡O, quién fuera hombre y tanta parte alcançara de ti para gozar tal vista” (VII, 2ª, p. 372). La postura de Rojas de cualquier modo es ambigua, porque no toma partido, en mi opinión, en ninguno de estos dos pasajes. En el primero hace uso más bien de un tópico literario y en el segundo no hace más que describir las insinuaciones sexuales de Celestina para con Areúsa. Este segundo pasaje tiene sobre todo un atractivo erótico y era seguramente una atracción para los lectores de la época dada la gráfica descripción del cuerpo de la mujer. Ahora bien, es claro que Rojas participa de una concepción de herencia aristotélica, manifiesta en otros pasajes, que implícitamente rechaza la homosexualidad por argumentos naturales. Celestina dice: “es forzoso al hombre amar a la muger, y la muger al hombre” para “que el linaje de los hombres se perpetuase, sin lo cual perescería” (I, 10ª, pp. 252-253). A pesar de ello es muy evidente que lo último que mueve a los personajes de Celestina es la perpetuación de la especie, al contrario, la alcahueta es una hechicera que conoce remedios para evitar e interrumpir embarazos.
Tanto en El Arte de amar como en La Celestina, la homosexualidad es tomada en cuenta como una de las prácticas sexuales existentes. Creo que ésta no es condenada, al menos no totalmente, en ninguna de las dos obras y que esto obedece a ciertas causas. Es fundamental la semejanza entre los periodos históricos de ambos textos: tanto la Roma de Ovidio como la España de Rojas se hallan inmersas en importantes procesos de cambio.
En Roma la pacificación de Augusto establece una paz que deriva en ocio y el lujo se vuelve cotidiano; en España el Renacimiento plantea una nueva cosmovisión de corte racionalista-materialista y el sentido de la vida consiste en obtener placer de los bienes que se posean.
Resalta en primer término el tratamiento plenamente materialista de las relaciones amatorias en LC y El Arte. En ambos autores se plantean relaciones desprovistas de todo trascendentalismo y sobre todo obtenidas por el poder adquisitivo del pretendiente. Es decir, son ante todo efímeras, obtenidas como se obtiene cualquier otro producto: están en función del puro placer. De este modo, la homosexualidad ya no aparece aislada en estas obras sino que es partícipe de este proceso hedonista y puede legitimarse por el placer que a quien la practica profiere.


EDICIONES:

· OVIDIO, El Arte de amar en Obra amatoria, II, texto latino por Antonio RAMÍREZ DE VERGER, catedrático de la Universidad de Huelva, trad. de Francisco SOCAS, profesor titular de la Universidad de Sevilla. Instituto Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1995 (Alma Mater, Colección de autores griegos y latinos)
· ROJAS, Fernando de, La Celestina. Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea. Ed., intr. y notas de Peter E. RUSSELL [Madrid, 2001] (Biblioteca Clásica Castalia, 3)

[1] Sin embargo los estudios principales de La Celestina (como Russel cuya paradigmática edición utilizo), al momento de señalar las fuentes de Rojas, pasan por alto la notoria reminiscencia de Ovidio y no mencionan siquiera a éste como fuente indirecta. Aunque Rojas, lo cual es probable, no hubiese leído directamente a Ovidio, desde mi punto de vista, los dos autores participan de una concepción del amor muy similar que vale la pena señalar.
[2] De hecho éste sólo aparece en dos pasajes de Ovidio, expresamente, y en otros dos de Rojas. No es esencial en modo alguno y más bien aparece de manera incidental.
[3] La obra fue polémica a tal grado que su publicación pudo haber sido uno de las causas principales que llevaron a Augusto en el 8 d.C. a desterrar al poeta a la ciudad de Tomos, tan aborrecida por éste.
[4] “¡Puta vieja!” se le llama a Celestina en muchas ocasiones.
[5] El verdadero nombre de la obra es Tragicomedia de Calisto y Melibea; el nombre acuñado al paso de los años se debe a la gran simpatía que despierta el personaje de la alcahueta.

miércoles, 11 de marzo de 2009

"Amor gay" Arturo Pérez-Reverte

"Amor gay" fue publicado el 27 de abril de 2005 aparentemente en un sitio de internet español llamado El otro diario (una especie de periódico en línea que dudo si se publica o publicaba físicamente) el cual está ya inactivo al menos en su versión electrónica.
Esta es la primera vez que subo al sitio un texto íntegro escrito por alguien más. Aunque éste circula abundantemente en la red, he querido compartírselos también en este blog. Me parece que el texto, que no es más que una opinión de Reverte, es conmovedor o al menos destaca por algunos de sus frases cargadas de truculentas verdades. Me ha encantado, espero que a ustedes también. Que lo disfruten.

Nunca antes me había fijado en la cantidad de parejas homosexuales que se ven paseando por Venecia. Los encuentras caminado por los puentes, a la orilla de los canales, cenando en los pequeños restaurantes del casco viejo. No suele tratarse de dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente discreta, tranquila, a menudo con aspecto educado. Mirando a los demás aprendes cantidad de cosas, y en el caso de estas parejas siempre me encanta sorprender sus gestos comedidos de confianza o afecto, el reparto convencional de roles que suele darse entre uno y otro, la ternura contenida que a menudo sientes flotar entre ellos, en su inmovilidad, en sus silencios.Pensaba en todo eso el otro día, a bordo del vaporetto que cubre el trayecto de San Marcos al Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los pasajeros íbamos encogidos de frío, y en un banco de la embarcación había una pareja, hombre y hombre, cuarentones, tranquilos. Se sentaban muy juntos, apoyado discretamente un hombro en el del compañero, en un intento de darse calor. Iban quietos y callados, mirando el agua verdegris y el cielo color ceniza. Y en un momento determinado, cuando el barco hizo un movimiento y la luz y la gama de grises del paisaje se combinaron de pronto con extraordinaria belleza, los ví cambiar una sonrisa rápida, fugaz, parecida a un beso o una caricia.Parecían felices. Dos tipos con suerte, pensé. Aunque sea dentro de lo que cabe. Porque viéndolos allí, en aquella tarde glacial, a bordo del vaporetto que los llevaba a través de la laguna de esa ciudad cosmopolita, tolerante y sabia, pensé cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en ese momento por aquella sonrisa. Largas adoslescencias dando vueltas por los parques o los cines para descubrir el sexo, mientras otros jóvenes se enamoraban, escribían poemas o bailaban abrazados en las fiestas del Instituto. Noches de echarse a la calle soñando con un príncipe azul de la misma edad, para volver de madrugada, hechos una mierda, llenos de asco y de soledad. La imposibilidad de decirle a un hombre que tiene los ojos bonitos, o una hermosa voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo más probable es que le parta a uno la cara. Y cuando apetece salir, conocer, hablar, enamorarse o lo que sea, en vez de un café o un bar, verse condenado de por vida a los locales de ambiente, las madrugadas entre cuerpos Danone empastillados, reinonas escandalosas y drag queens de vía estrecha. Salvo que alguno -muchos- lo tenga mal asumido y se autoconfine a la alternativa cutre de la sauna, la sala X, la revista de contactos y la sordidez del urinario público.A veces pienso en lo afortunado, o lo sólido, o lo entero, que debe de ser un homosexual que consigue llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a esta sociedad hipócrita, obsesionada por averiguar, juzgar y condenar con quién se mete, o no se mete, en la cama. Envidio la ecuanimidad, la sangre fría, de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo como si tal cosa, sin rencor, a lo suyo, en vez de echarse a la calle a volarle los huevos a la gente que por activa o por pasiva ha destrozado su vida, y sigue destrozando la de los chicos de catorce o quince años que a diario, todavía hoy, siguen teniéndolo igual que él lo tuvo: las mismas angustias, los mismos chistes de maricones en la tele, el mismo desprecio alrededor, la misma soledad y la misma amargura. Envidio la lucidez y la calma de quienes, a pesar de todo, se mantienen fieles a sí mismos, sin estridencias pero también sin complejos, seres humanos por encima de todo. Gente que en tiempos como éstos, cuando todo el mundo, partidos, comunidades, grupos sociales, reivindica sus correspondientes deudas históricas, podría argumentar, con más derecho que muchos, la deuda impagada de tantos años de adolescencia perdidos, tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber cometido jamás delito alguno, tanta rechifla y tanta afrenta grosera infligida por gentuza que, no ya en lo intelectual, sino en lo puramente humano, se encuentra a un nivel abyecto, muy por debajo del suyo. Pensaba en todo eso mientras el barquito cruzaba la laguna y la pareja se mantenía inmóvil, el uno contra el otro, hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y olvidarlos, me pregunté cuantos fantasmas atormentados, cuántas infelices almas errantes no habrían dado cualquier cosa, incluso la vida, por estar en su lugar. Por estar allí, en Venecia, dándose calor en aquella fría tarde de sus vidas.


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